Jorge Schvarzer y los ciclos de “stop & go”

Desde 1930 y hasta mediados de la década de 1970, o sea durante un período de casi medio siglo, la Argentina vivió en un sistema de “industrialización sustitutiva de importaciones” (ISI).
A partir de 1976, esa situación comenzó a cambiar y la economía nacional ingresó en un proceso de apertura externa y de reforma y desregulación de los mercados que desembocó en un nuevo sistema de “apertura con endeudamiento externo”; este nuevo modelo de funcionamiento tuvo un primer ciclo muy intenso (1976-81), un período de reacomodo (1982-88) y un renovado y profundo impulso a partir de entonces. En conjunto, su presencia se mantuvo durante casi un cuarto de siglo y culminó en la gran crisis iniciada en 1999 y que se profundizó hasta el derrumbe en 2001-2002.

Ambos modelos fueron acompañados por distintos ritmos de crecimiento y, sobretodo, por sucesivas crisis intermedias. En el primer caso, estas fueron definidas como fenómenos de “stop and go” (marchas y contramarchas), porque el propio sendero de crecimiento generaba las condiciones para una crisis, luego de la cual se reiniciaba la marcha del producto; en el segundo caso, en cambio, se propone hablar de “go and crush” porque la evolución del modelo provoca crisis cuya magnitud exige un cambio de rumbo, al menos en el corto plazo, y con enorme impacto negativo, como ocurrió con su crisis final.

La economía cerrada

La crisis de 1930 provocó un enorme impacto en la Argentina, cuya economía se basaba en las cuantiosas exportaciones agropecuarias, generadas por la fertilidad de la pampa húmeda, que permitían comprar en el exterior todos los bienes que el país requería y no sentía la necesidad de producir. La intensa caída de la demanda mundial de bienes agropecuarios a partir del inicio de la crisis, que se reflejó en una baja no menos significativa de sus precios, generaron una caída de las exportaciones y una restricción externa tan inédita como inesperada. En las nuevas condiciones, no resultaba fácil superar la crisis en el corto plazo. Hasta entonces, el país había contado con crédito que le permitía reciclar sus deudas y garantizar la generación adicional de divisas en cualquier momento, de modo que los capitales externos pudieran girar de manera regular sus beneficios locales a sus matrices. Pero la crisis también cerró esa fuente de ingresos potenciales y obligó al gobierno a controlar las divisas disponibles para evitar que la brecha entre la oferta y la demanda generara un daño aún mayor a la economía nacional.

Las primeras medidas se tomaron con urgencia, con la expectativa de que resolvieran los problemas en el corto plazo, pero la prolongada restricción externa transformó a esas medidas en permanentes. Desde entonces, y durante medio siglo, el país vivió fuera del sistema de tipo de cambio único (porque se fijaban diferentes valores para distintos bienes, acompañados por una variada gama de retenciones y aranceles) y con control de divisas; ciertos mecanismos menores se modificaban, pero lo esencial consiste en que la escasez de divisas aparecía como un fenómeno estructural que obligaba a regular su uso.

En ese período, la economía cerrada era una consecuencia de la evolución externa y no de las decisiones locales. Luego de la crisis y la guerra, la situación de la economía mundial tendió a normalizarse aunque en condiciones muy distintas a las conocidas durante la década de 1920. Los precios internacionales de los bienes agropecuarios se establecieron, desde entonces, en niveles mucho más bajos en valores constantes; la demanda quedó acotada por el deseo de las naciones desarrolladas de auto-abastecerse, y la oferta de crédito era casi inexistente. En esas condiciones, la Argentina sólo podía abastecerse de los bienes que necesitaba (y que no podía producir localmente) aumentando su oferta exportadora para generar las divisas necesarias.

Pero los problemas persistían; la producción agropecuaria no respondía en la magnitud esperada y la restricción externa siguió actuando varias décadas más como una variable clave de la economía nacional. El crecimiento económico, acompañado por las mejoras salariales y de ingreso de amplios sectores urbanos, demandaba la importación de bienes terminados que el país no producía, además de bienes de capital para expandir el proceso productivo, insumos para las fábricas ya instaladas y combustibles. Pero la evolución de las exportaciones no acompañaba esa demanda, de modo que el proceso alcanzaba un punto de estrangulamiento externo que llevaba a una crisis: el famoso stop and go.

Cuando ese sendero de crecimiento económico llevaba a que la demanda de divisas excediera la oferta, el sistema encontraba su límite. Para resolver esa restricción externa, los sucesivos gobiernos decidían devaluar la moneda que reducía la demanda de bienes importados y alentaba la oferta agraria; esa medida desplazaba ingresos del sector urbano al rural, mientras que alimentaba la inflación local. La experiencia señala que no se lograba resolver definitivamente la restricción externa porque la producción agropecuaria no crecía en las proporciones deseadas y el ciclo volvía a repetirse una vez que se ajustaba el sector externo.

En el ínterin, ante el rebrote inflacionario, la respuesta oficial era una política de restricción monetaria, que reducía los medios de pago e inducía al alza de la tasa de interés. La iliquidez reinante, la suba de las tasas, el incremento de los costos industriales por el aumento de precio de sus insumos importados y la caída del salario real, provocaban una retracción de la demanda que derivaba en una recesión. El sistema quedaba dominado por un proceso de inflación recesiva, desencadenada por la devaluación. El sector externo encontraba, de esta manera, una forma perversa de equilibrarse, dado que la contracción del nivel de actividad reducía las importaciones e incrementaba (ligeramente) los saldos exportables a costa de los ingresos (y la demanda de alimentos) de la mayoría de la población.

Una vez que la economía se ubicaba en la etapa recesiva, se redoblaban las presiones que pondrán el ciclo nuevamente en marcha. Los trabajadores y los empresarios industriales pujaban por reconquistar sus ingresos y reclamaban subas salariales y de precios de los bienes fabriles que compensaran el incremento del costo de vida; pedían, además, que se relajara la restricción monetaria. A medida que se recuperaba la actividad y el salario real, el tipo de cambio volvía a atrasarse con el avance de la inflación y se generaban las condiciones para una nueva restricción externa que volvía a poner un tope a la fase alcista.

La falta de respuestas positivas del agro a los aumentos de precios se debía, entre otras razones, al atraso tecnológico del sistema productivo que era muy difícil de solucionar en el corto plazo. La importación de maquinaria agrícola no podía aumentar en la proporción deseable por la escasez de divisas (y la escasa producción local) mientras que se notaba la ausencia de prácticas modernas que permitieran aprovechar la tierra. A fines de la década de 1960, sin embargo, comenzó a notarse una mejora en la oferta a medida que el INTA (creado recién en 1956) logró desarrollar y difundir “paquetes tecnológicos” aptos para la región pampeana. La producción local de maquinaria agrícola fue la otra “pata” de la recuperación del sistema productivo agrario que contribuyó a su mecanización. A mediados de la década de 1970, esa creciente oferta potencial fue impulsada, del lado de la demanda, por la primera gran alza de los precios agrarios ocurrida después de la guerra de Corea. Luego de casi medio siglo, la reacción productiva y el alza de los precios estaban logrando que el país comenzara a superar la restricción externa.

Una segunda solución posible consistía en la exportación de bienes fabriles aunque había numerosas restricciones internas y externas para esa salida. Aún así, desde mediados de la década de 1960 se comenzó a notar una corriente alcista de exportación de productos industriales que contribuía a generar las divisas necesarias para el país. Ese flujo alcanzó su máximo a mediados de la década de 1970, impulsada por intensas políticas oficiales al respecto, y retrocedió brutalmente, luego, debido a las nuevas estrategias aplicadas a partir de 1976 que, irónicamente, se denominaban de “apertura externa”. La tercera solución posible radicaba en el recurso al crédito externo que se mantuvo muy restringido durante décadas y limitado a la oferta de algunos organismos públicos de las naciones desarrolladas y a los internacionales, como el FMI, que imponían pesadas exigencias para otorgar sumas reducidas para las necesidades locales.

Más tarde, el aumento explosivo de la oferta de esos créditos por los grandes bancos privados, a mediados de la década de 1970, coincidió con el cambio de modelo en el país. En definitiva, a mediados de la década de 1970 la economía cerrada se estaba abriendo al exterior, vía exportaciones agrarias y fabriles crecientes que ofrecían la posibilidad de pasar de la ISI a una industrialización apoyada en las ventas al exterior mientras se superaba la restricción externa. Pero la estrategia aplicada luego del golpe militar de 1976 modificó esa evolución.

La economía abierta con endeudamiento externo

El aumento de los precios internacionales del petróleo y las materias primas, a mediados de la década de 1970, coincidió con (y contribuyó a) una enorme expansión del mercado del eurodólar que implicó la multiplicación del crédito en divisas por parte de los grandes bancos internacionales. La oferta masiva de esos créditos dio lugar, por primera vez en medio siglo, a que la mayoría de las naciones subdesarrolladas pudiera superar, aunque de modo coyuntural, la restricción externa.

Brasil, por ejemplo, que se enfrentó a una severa escasez de divisas debido al aumento del precio del petróleo (que entonces debía importar en cantidades masivas) logró superar ese problema gracias al crédito externo que le permitió, asimismo, comprar numerosos bienes de capital en una apuesta al crecimiento a mediano plazo. La Argentina ya no tenía la misma necesidad, ni urgencia, de crédito externo, por las razones señaladas, pero la política oficial optó por esa alternativa con elevado énfasis a partir de 1978. 

El gobierno lanzó una estrategia de tipo de cambio con atraso programado, conocida como la “tablita”, que sus autores decían que estaba diseñada para contener la inflación pero que, en los hechos, implicó una continua caída de las exportaciones (cada vez menos rentables por esa evolución del tipo de cambio), una rápida suba de las importaciones (estimuladas por la baja de sus precios en moneda local) y el recurso al endeudamiento para cubrir el déficit comercial y de servicios así como las demandas de los agentes locales que querían comprar dólares “baratos” como mecanismo de ahorro y especulación.

El sistema funcionó un par de años hasta que se cortó el crédito externo. La crisis se hizo pública en marzo de 1981, con el cambio de gobierno, mientras que los compromisos derivados de la masiva deuda externa, acompañados por el déficit comercial, planteaban una coyuntura insostenible. La crisis derivada de esa situación obligó a una devaluación masiva, provocó una recesión tan profunda como prolongada (la mayor de las registradas desde la crisis de 1930) y obligó a modificaciones apreciables en las formas de funcionamiento de la economía argentina.

El país tardó en superar esa crisis, mientras estaba envuelto en una oleada de alta inflación y presionado por el pago de los compromisos de la deuda. Todo eso llevó a una nueva crisis a fines de la década que coincidió con un cambio de gobierno y una nueva aplicación de la estrategia de tipo de cambio atrasado con endeudamiento externo. El Plan de Convertibilidad, aplicado en 1991, atrasó el tipo de cambio, como herramienta para frenar la inflación, mientras que el gobierno recurría al crédito externo para cubrir el déficit comercial y de servicios.

La crisis del tequila, en 1994-95, fue una señal de la intensa dependencia de los flujos de divisas que repercutió en otra crisis más fuerte a partir de 1999, cuando los acreedores externos comenzaron a percibir que el país no podría pagar, no sólo la creciente deuda externa, sino tampoco los intereses que ella devengaba. Esa crisis fue tan intensa que derrumbó al modelo de la convertibilidad y abrió la puerta a un nuevo cambio de política económica.

Las crisis financieras no fueron exclusivas de la Argentina; ella ocurrieron en casi toda América Latina, donde hubo dos grandes ciclos de endeudamiento: el primero en la década de 1970, que culminó con la crisis de la deuda de los años 1980, y el siguiente en la década de 1990 que, de forma similar, concluyó en las crisis mexicana, brasilera y argentina. También sufrieron ciclos de auge y depresión los países asiáticos, aunque provenían de situaciones radicalmente distintas y tuvieron disímiles desenlaces. Una revisión de la literatura sobre estas crisis permite ver que el caso argentino sólo se diferencia en detalles de los modelos estilizados, elaborados por la teoría de los flujos financieros, que se resume a continuación.

La teoría económica standard justifica la entrada de capitales de diversas formas a los que considera siempre beneficiosos para el país receptor. Los capitales, buscando las inversiones de mayor rendimiento según esa teoría, irían hacia los países más pobres, ayudándolos a aumentar su inversión y su producto. Ante la escasez de capital que estos países sufren, el ahorro externo es lo que les permite incrementar su tasa de inversión y crecer a mayor velocidad. La devolución de los préstamos no sería problemática, dado que se conseguiría utilizando tan sólo una pequeña porción de los beneficios del crecimiento que genera la aplicación productiva de esos recursos. En la práctica, estos argumentos no se verificaron en los países que se abocaron a la liberalización.

Diferentes estudios (como el que derivó en el famoso “puzzle de Feldstein-Horioka”) muestran que la tasas de ahorro y de inversión están fuertemente co-relacionadas, por lo que la inversión es financiada por el ahorro local y el crecimiento parece seguir dependiendo más de la capacidad de acumulación de cada país que de los ingresos que reciba del exterior. En la práctica, las crisis financieras explotaron en países que combinaron la apertura comercial con la liberalización de los flujos de divisas y la apertura de la cuenta de capital. Esos países aplicaron tipos de cambio fijos o semi-fijos, generalmente en programas que tenían como objetivo combatir la inflación. A pesar de que, en algunos casos, se logró realmente contener el alza de los precios, el mismo paquete de medidas genera una serie de dinámicas que derivan finalmente en una nueva crisis.

El tipo de cambio fijo (que en el caso Argentino fue establecido por ley) provee un seguro de cambio gratuito que elimina, por lo menos en teoría, el riesgo de una devaluación. En ese contexto, la diferencia entre la tasa de interés local y la internacional provee una oportunidad de obtener grandes ganancias a quienes colocan sus dólares en plazos cortos. La posibilidad de endeudarse a tasas bajasen el exterior y conseguir rendimientos mayores en el sistema financiero local se ve reforzado por la promesa del gobierno de mantener el valor en divisas de los pesos ganados en el período. Dada la elevada liquidez internacional, los capitales son atraídos por los rendimientos que el país ofrece.

La entrada de capitales inaugura la fase ascendente del ciclo, pero ésta ocurre con un tipo de cambio sobrevaluado. El anclaje del tipo de cambio logró en muchos casos reducir la inflación, pero suele hacerlo con cierto rezago, y la suba de precios, que continúa, genera una apreciación adicional de la moneda local, responsable en gran medida de la dinámica posterior de la economía. En la primera fase, que se caracteriza por la caída de la tasa de interés, la actividad crece mientras la inflación disminuye, variables que contribuyen a la ilusión generalizada sobre el supuesto éxito del modelo.

La abundancia de financiamiento barato se combina con la recuperación relativa del salario real (permitida en buena medida por la disminución de la inflación) y en conjunto dinamizan, tanto el consumo, como la inversión. Dada la apertura comercial y el tipo de cambio apreciado, la demanda interna impulsa la producción local, pero especialmente el ingreso masivo de productos importados. La avalancha de importaciones, sumada a la pérdida de competitividad de las exportaciones, genera un déficit de la balanza comercial que se amplía a medida que dura la fase alcista del ciclo.

La deuda externa, mientras tanto, recorre un sendero de crecimiento veloz; a medida que crece, los pagos de intereses se incrementan, poniendo una carga adicional sobre la cuenta corriente, que se vuelve rápidamente deficitaria. El déficit de cuenta corriente y el aumento de la deuda externa hacen que la economía se vuelva más vulnerable a un cambio de orientación del flujo de divisas. Cada año, el país requiere nueva deuda para solventar su déficit de cuenta corriente y re-financiar los vencimientos de capital e intereses de la deuda acumulada que no tiene forma de afrontar. La vigencia de la regla cambiaria y la posibilidad de pagar la deuda externa depende entonces de la capacidad del gobierno de seguir atrayendo una masa cada vez mayor de divisas al país. Pero mientras mayores son las necesidades del gobierno, es decir, cuanto más se hayan expandido el déficit de cuenta corriente y la deuda externa, mayor es el riesgo de no lograr conseguir los cuantiosos recursos necesarios y, por lo tanto, mayor es el riesgo del colapso.

La percepción de la vulnerabilidad de la economía comienza entonces a verse reflejada en le pérdida de credibilidad de la regla cambiaria y en el incremento de las posibilidades de que el país caiga en una cesación de pagos. El alza del riesgo país y del riesgo de devaluación obligan a ofrecer cada vez mayores rendimientos para que los capitales sigan fluyendo y se ensancha así la diferencia entre la tasa de interés local y la internacional. En la economía local, la ausencia de crédito externo origina la primera etapa de la fase contractiva del ciclo. Ella provoca un alza de la tasa de interés, que genera el encarecimiento del crédito para el consumo y la inversión. Esos cambios se combinan con la baja de competitividad de las exportaciones y la restricción monetaria que opera una vez que comienzan a caer las reservas. La contracción de la economía se agrava mientras siguen cayendo las reservas y sube la tasa de interés a medida que se profundiza la idea de que la caída es inevitable.

La crisis puede acelerarse por factores exógenos: suba de la tasa de interés internacional, retracción de los flujos de capital (como ocurrió con la crisis del tequila) o suba del riesgo país debido a las dudas de los inversores o por “contagio” ante la caída de un país vecino. Cualquiera de ellos puede situar al país en una posición aún más vulnerable. Un déficit de cuenta corriente que aparentemente podía ser financiado, o un nivel de deuda externa que parecía controlable, pueden tornarse explosivos ante un shock externo de magnitud.

Sin embargo, la dinámica explosiva de los ciclos de endeudamiento descriptos no depende de la posibilidad de encontrar situaciones como éstas. Son las mismas características intrínsecas del proceso de crecimiento sostenido por el endeudamiento las que engendran la fase recesiva con la que culmina el ciclo, más allá de que ésta pueda agravarse o aliviarse por cambios en el contexto internacional. En definitiva, la duración del ciclo depende de la capacidad nacional de conseguir suficiente cantidad de divisas para financiar el creciente déficit de la cuenta corriente.

Dado el déficit comercial y de servicios, éstas entran al país mediante la colocación de deuda externa (tanto privada como pública) en los grandes bancos internacionales o en los organismos multilaterales de crédito y con la venta de empresas públicas o privadas. De esta forma, el excedente de absorción interna (consumo más inversión) por sobre el producto se financia endeudando el país y/o vendiendo el patrimonio nacional. El período de expansión puede extenderse en el tiempo mientras se cumple alguna de las siguientes variables: suficiente apetito por prestar al país por parte de los bancos privados, voluntad del FMI, el BID y el Banco Mundial de hacer lo mismo, oe mpresas locales disponibles para ser vendidas.

Pero estas políticas generan, a su vez, una pesada carga que determina en gran medida el tamaño del ajuste posterior. La deuda externa impone crecientes pagos de intereses mientras que la extranjerización de la propiedad acrecienta las remesas de utilidades. Es así que la extensión de la etapa de crecimiento de la economía se hace a costa de un déficit cada vez mayor de la cuenta corriente. En el ajuste de las crisis del stop and go, la imposibilidad de financiar los déficits comerciales llevaban rápidamente a la caída del nivel de actividad, la cual producía una contracción de las importaciones hasta que se conseguía el equilibrio de la balanza comercial.

En las crisis financieras modernas, la expansión puede continuar a pesar del desequilibrio externo pero, al momento dela crisis, el ajuste debe ser tal que permita no sólo equilibrar la balanza comercial, sino que debe provocar un superávit comercial de magnitud tal que permita solventar además los pagos de intereses y utilidades comprometidos en el período de auge. Mientras más grande sea el déficit de cuenta corriente, más se haya endeudado el país y más extranjerizada se encuentre su propiedad, mayor es el ajuste recesivo que la restricción externa impone.

En conclusión, las promesas que auguraban que los ciclos del stop and go serían superados mediante la apertura y la entrada de capitales no se cumplieron; la experiencia argentina muestra que el resultado fue tan sólo una prolongación delas fases alcistas al costo de desembocar en crisis de mayor magnitud. En otras palabras, se reemplazó el stop and go por el mucho más penoso go and crush.

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